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martes, 30 de octubre de 2007


UN CORAZON GRANDE

Cuantas vueltas tuvo que dar nuestro pequeño panadero de St. Méen para alcanzar el objetivo que se había marcado: ¡ganar el Tour de Francia!.
Llegó al ciclismo en plena edad de oro y tuvo que medirse con adversarios que se llamaban Coppi, Bartali, Koblet, Kubler, Van Steenbergen; tuvo que intentarlo seis veces para conseguir su primera victoria...a la que le seguirían otras dos, cosa que sus ilustres adversarios no consiguieron.
Debió de vencer a otro peligroso rival, un rival en el que no cesaba de pensar y que ocupaba sus días y sus noches: él mismo.
Era algo así como una obsesión, una constante que, a otro que no pensase en ser un campeón, le habría llevado hasta la consulta de un psicólogo.
Esa era una característica de este bretón que se convertiría en un héroe nacional, ídolo de multitudes, y sujeto digno de figurar en el lenguaje de la calle, personificado en el popular "Adelante Bobet" que se lanzaba a cualquiera que montase en bicicleta.
Era agresivo, rencoroso y, a veces, mezquino en su comportamiento con sus compañeros, y no dudaba en expulsar del equipo a quien no le caía bien, aunque le debiera mucho.
Un carácter particular, que no gustaba a algunos, pero que no bastaba para dejar de quererle. Esta forma de ser la ponía al servicio de un coraje francamente excepcional que echaba por tierra todas la reticencias y provocaba admiración.
Si fuese precisa una anécdota para definirle, bastaría con contar lo sucedido el Tour de Flandes de 1956. Ese día volvió de nuevo a la competición tras haberse operado de una molesta induración que tardaba en cicatrizar.
La carrera no pudo ser peor. Nevaba y no se distinguía la carretera a dos metros, los corredores vagaban completamente helados y cubiertos por una extraña mezcla de hielo y barro, en una condiciones que harían que hoy se suspendiese, lisa y llanamente la carrera.
Louison, llegó a meta el penúltimo. Sí, el penúltimo de los catorce corredores que acabaron la prueba mientras que los otros- les comprendemos perfectamente- preferían retirarse a la comodidad del hotel. El fue el único corredor francés en terminar el calvario. Titubeante, borracho de fatiga, petrificado por el frío, vacilando sobre sus piernas y sostenido por su director deportivo Antonin Magne, entró en el hall del albergue, en donde todos los corredores franceses, duchados y recuperados desde hacía tiempo, mataban la espera jugando a las cartas o tomando un chocolate caliente. Entonces Tonin, llamado el "Astuto" salió de su reserva habitual para exclamar: ¡Señores, en pie, entra un campeón!. Y en un silencio tan glacial como el tiempo, todos se levantarón.
Un minuto, puede que más, en homenaje a este monumento de la bicicleta que se llamó Louison Bobet. Un monumento que dos semanas más tardes, añadía Perís- Roubaix a su palmares. Ese era Louison el corredor, el campeón. Aquel que nunca figuraba por delante en esas predicciones que, la verdad, nunca valen gran cosa. No rodaba como Anquetíl, ni escalaba como Coppi, Bartali o Robic, tampoco tenía las cualidades globales de un Merckx o de un Hinault, pero tenía algo único, "un corazón gigante" que le consiguió, por encima de todo sufrimiento, un palmares auténtica joya de emulación.
Tres Tours de Francia, Milán- San Remo, Tour de Flandes, París- Roubaix, Dauphiné Liberé, París- Niza, Bordeaux- París, dos maillots de campeón de Francia y uno de campeón del mundo, etc, etc. Y eso siendo el menos dotado, intrínsecamente, de entre las filas de los grandes campeones a los que pertenece por derecho propio. Lo que le hizo grande fue su epopeya deportiva entre los años 1946 y 1961. Quince años de trabajo cotidiano encima de una bicicleta, un trabajo sublime y en constante superación, un martirio casi total en busca de las metas más altas. Un clásico, sin duda, este bretón llamado Bobet.